Guía breve del mundo en que vivió Jesús

Pugnator
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Artículo muy necesario a la hora de interesarse por el ámbito en que se desarrollar la vida de Jesús.

Ann
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El enlace no lleva a ningun subforo donde comentar. Lo hago pues, aqui.

 

 

Al principio, romanos y judíos se entendieron bien. Tenían bastante en común. Los ju­díos disfrutaban de cierta autonomía, sobre todo en las ciudades donde eran numerosos, y se les respetaban sus leyes y prácticas religiosas. Las cosas cambiarían, no obstante, con el imperialismo romano, sobre todo en Palestina, al ser sometida por Roma y pasar a formar parte de la provincia de Siria. El carácter divino de Augusto era intolerable para los judío y su tributo imperial. Judas el Galileo se constituyó en abanderado de la rebelión, los celotas, con el lema: «No más soberano que Dios.», lo que contribuyó a intensificar el fervor mesiánico. Las relaciones se fuerondeteriorando rápidamente. El antagonismo de los judíos creció todavía más cuando Calígula, apegado a sus honores divinos, intentó que le erigieran una estatua de oro en el Templo de Jerusalén. El Anticristo se revelaba así también, en adelante, como alguien que pretendía ser Dios y se sentaba en su Templo (2 Te 2,4).

 

A mediados del siglo I de nuestra era, los cristianos no se distinguían fácilmen­te de los celotas judíos. En realidad, muchos de ellos eran celotas (Hch 21, 20). El emperador Claudio, que sucedió a Calígula, juzgó necesario escribir a los ju­díos de Alejandría para advertirles que no debían recibir a los judíos itinerantes de Siria ni fraternizar con ellos si no querían ser tratados como cómplices de la propagación de «una peste que amenazaba al mundo entero». Esta claro que los judios nazoreanos o cristianos y sus afiliados gentiles ya eran famosos y que habian montado cierto revuelo.  Más drástica­mente, ordenó que fueran expulsados de Roma los judíos (extranjeros), «quie­nes de continuo provocan disturbios a instigación de Cresto» (es decir, fomen­taban la agitación mesiánica y prognosticaban la destrucciond e Roma -Apocalipsis- y el advenimiento de un nuevo orden mundial). Dión Casio refiere que Claudio cerró las sinago­gas de Roma debido a la propaganda mesiánica, en la que se incluía la predica­ción del Evangelio.

 

Muchos habitantes judíos de las provincias romanas se alarmaron ante la llegada de aquellos celotas que ponían en peligro su propia seguridad, si era cierto lo que se decía de sus actividades subversivas. Los judíos de Tesalónica tomaron a Pablo y a su compañero Silas por dos de estos agitadores. Como medida de autoprotección, los denunciaron, informando a los jefes locales de que «esos subversores del mundo civilizado (el Imperio Romano) han llegado ya aquí... y actúan todos ellos en contra de los decretos imperiales, diciendo que hay otro rey, Jesús». Más tarde Pablo, en Cesárea, fue llevado a juicio ante el procurador Félix y acusado de ser un «hombre pestífero, promotor de desórdenes entre todos los judíos del Imperio y cabecilla de la secta de los na­zarenos».

 

Es de notar que una de las causas por las que, en el Imperio, cada vez menos judios ingresaba en las comunidades cristianas era la composición de estas últimas. Muchos de sus miembros eran esclavos sin derechos, que encontraban en ellas refugio, mientras otros, que pertenecían a la hez de la sociedad, se sentian atraidos por la promesa del perdón divino.

 

Los cristianos llegaron así a diferenciarse tanto de los judíos como de los gentiles. Se les atribuían prácticas horribles durante sus ágapes, y se les calificaba de «enemigos del género humano». A pesar de todo siguieron multiplicándose, proclamando la salvacion del pecado y la esperanza de una vida eterna mediante la identificación con Cristo en su muerte, sepultura y resurrección, misterio comprensible e hallaban familiarizados con los «misterios» o cultos secretos de Mitra. A diferencia de otras asociaciones o cultos, iniciación eran costosos, la Comunidad de Cristo no era en modo alguno selectiva y hasta los esclavos gozaban en ella de iguales derechos. Los parias sociales del momento acudian a esta fe; el esclavo y el marginado social, el pervertido y el paria se sentian atraidos por el cristianismo provocando no pocos trastornos internos y contribuyendo a la mala fama de los cristianos en el exterior. ¿Acaso no tenían asegurada sin dinero ni precio», así como un puesto de favor y bienestar cuando Jesús regresara a la tierra?

 

Los romanos asumieron directamente el gobierno de la patria judía en el año 6 dJC. La totalidad del territorio se hallaba sometida al legado de Siria, cuya sede estaba en Antioquía, y así el poder romano se extendia de hecho a todas partes, aunque de modo más inmediato a Judea, administrada por el procurador romano desde el puerto marítimo de Cesárea.

 

Tras un relativa calma, el pueblo judío sintió aún con mayor viveza los efectos m romana al ser nombrado procurador de Judea Pilato en el año 26, de manera muy dura y represiva, autoritaria.  Los sumos sacerdotes empezaron a ser nombrados por los romanos y, en gran me­dida, colaboraban con el régimen del que dependía su puesto. Algunos de ellos habían recurrido al soborno para obtenerlo y eran considerados como traidores a Israel. A este grupo pertenecían los funcionarios que actuaron contra Jesús, mientras las multitudes judías estaban de su parte.

 

En semejantes condiciones, muchos patriotas judíos habían quedado fuera de la ley y se veían obligados a vivir del atraco y otras formas de violencia. Los pes­cadores del lago de Genesaret hacían buenas migas con estos rebeldes, y a me­nudo servían de enlace entre ellos y sus simpatizantes secretos. Sin duda algun apostol era celota, y no pocos llevaban dagas, como Pedro, que uso en el Huerto de los Olivos, para cumplir la profecia de “le contaron entre los malhechores”

 

 

El siervo incapaz de pagar a su señor las exorbitantes sumas que se le exigen puede ser vendido, al igual que su mujer y sus hijos, para liquidar la deuda (Mt 18, 25). Una pobre viuda, privada de sus escasos medios de vida por un desaprensivo, ha de hacer valer sus derechos ante un juez corrompido, «que no teme a Dios ni a los hombres», y sólo sale adelante gracias a su importunidad (Le 18,1-5). El robo y el asalto están al orden del día (Mt 6,19; 24, 23; Le 10, 30). Un rico, odiado por su dureza, va a divertirse al extranjero, dejando atrás a sus siervos con el encargo de acumular dinero para él durante su ausencia so pena de castigarlos a su regreso (Le 12, 16-21). El plutócrata banquetea opíparamente en su quinta de recreo, sin preocuparse en absoluto del mendigo cubierto de llagas que yace a su puerta (Le 16,19-31). El capitalista, satisfecho de sus ganancias, de­cide retirarse con ellas para disfrutarlas egoístamente (Le 12, 16-21). Con el espí­ritu embotado por las privaciones, las gentes sencillas van como perros en pos de cualquier bienhechor (Mt 9, 23-25; 15, 30-31). Los fasos profetas se aprovechan sin escrúpulos de la miseria del pueblo (Mt 7, 15-16). Al menor signo externo de descontento, las fuerzas ocupantes diezman a sangre fría a las masas, aun reunidas con fines religiosos (Le 12,1-2). Reformistas y predicadores patrióticos son arres­tados, cuando no sumariamente ejecutados (Mt 10, 16-39). Las almas nobles co­rren graves riesgos al dar cobijo a tales personas (Mt 10, 16-39). Abundan los es­pías e informadores, que se mezclan con la muchedumbre para cazar al vuelo cualquier comentario hostil a las autoridades (Mt 13, 9-13) o para formular pre­guntas capciosas con trasfondo político (Mt 15, 15-21). Los poderes públicos vi­ven en constante temor de insurrecciones populares (Mt 26,5).

 

Todas estas cosas y otras muchas fueron observadas y experimentadas por Je­sús. Galilea hervía en agitación. La mendicidad llegaba a extremos inconcebibles en un país acostumbrado, no obstante, a la figura del pordiosero. El robo con vio­lencia era tan común que los tribunales de justicia no daban abasto. Cundían las enfermedades de todo tipo, especialmente las de origen nervioso. Un médico que visitara los pueblos y pequeñas ciudades quedaba desbordado por el sinfín de ca­sos que se le presentaban: neurópatas, ciegos, sordos, mudos, leprosos, epilépti­cos, paralíticos... Muchas de estas afecciones se debían a las condiciones políticas y económicas del país. La histeria era frecuente entre las mujeres, y los hombres vivían atenazados por el miedo. Reinaba sobre todo un gran temor al Maligno y sus demonios, enemigos, según se suponía, de la redención de Israel. Florecían en este ambiente la superstición y el celo religioso. Algunos se entregaban angus­tiados a la oración y rigurosos ayunos, mientras un número indefinido de pobres diablos vagaban desnudos, como salvajes, por los lugares desiertos, refugiándose en tumbas y entre las peñas.

El sistema de espionaje ideado por Heredes el Grande para enterarse de lo que se comentaba en las reuniones de ciudadanos seguía funcionando. Cuando Jesús hablaba de la inminente llegada del Reino de Dios, refiriéndose no a un reino celestial en el más allá, sino a una nueva era en la tierra, tocaba un tema peligroso. Tenía que expresarse con parábolas, para que su mensaje se captara con cierta ambigüedad. Él mismo lo indicó al decir: «Quien pueda entenderme que me entienda.» De igual modo, hasta el momento en que había de revelarse defi-itivamente en Jerusalén como Mesías, adoptó para sí el sinónimo de los místi-as, Hijo del hombre, lo que a oídos de las masas y de los espías gubernamentales connotaba que aspirara a ser rey de los judíos (Jn 12, 34). Si Jesús no hubiera mi   tomado estas precauciones, su ministerio habría tenido un fin abrupto cuando penas comenzaba, ya que toda pretensión de realeza en cualquier parte del Imperio Romano, sin contar con la autoridad del César, constituía un acto de alta traición. Precisamente el cargo que motivaría la crucifixión de Jesús fue el de proclamarse rey de los judíos, como lo especificaba el letrero que pusieron en la cruz.

 

Los celotas entendían que para los judíos fieles no había más soberanía que la de Dios. Israel vivía tiempos de crisis; para las multitudes, la úItima gran crisis, en la que Dios tendría seguramente que intervenir. Y. acababa de surgir del desierto la figura de un hombre cuyo atuendo y porte lo asimilaban a los antiguos profetas: Juan el Bautista.

 

En las lapidarias sentencias del Sermón de la Montaña Jesus como eran de críticos aquellos tiempos.

 

Tacito dijo: “Entre las calamidades de aquella aciaga época, la más lamentable fue el degenerado espíritu con el que los primeros personajes del Senado aceptaron el pesado yugo de convertirse en vulgares in­formadores; los unos a plena luz, los otros valiéndose de clandestinos artifi­cios. El contagio fue epidémico. Parientes próximos, gentes de sangre distinta, amigos y extraños, conocidos y desconocidos, todos, sin excepción, corrían el mismo peligro. Tan destructivo se revelaba el acto reciente como el rememora­do. Las solas palabras bastaban, ya se hubieran pronunciado en el foro o entre los placeres de la mesa... Los informadores competían, como si de una carrera se tratara, sobre quién sería el primero en acabar con su hombre; algunos para protegerse a sí mismos, la mayoría infectados por la general corrupción de los tiempos.»

 

Cuando aún vivía Jesús, Sabino, eminen­te romano del orden ecuestre, fue apresado en Roma y arrastrado por las calles hasta el patíbulo, donde se le ejecutó sumariamente en un día de fiesta. Esta monstruosa innovación es un acto deliberado de Tiberio, que perseguia una políti­ca de crueldad sistemática. Si esto ocurría en la propia Roma qué le podia preocupar más entonces a un romano en aquel tiempo: el que se hacia llamar rey de los judíos, blasfemando contra el contra el divino César? La suerte de tal sujeto que estuviera tan loco de afirmar tal cosa estaba clarisima.