Quizá con la excepción de Fernando VII, ningún monarca de la Historia española contemporánea ha sido objeto de una visión tan negativa como Isabel II. Debe decirse que sus enemigos no eran pocos. Para los carlistas, encarnaba un ataque directo contra la legitimidad dinástica; para no pocos liberales era un fiel trasunto de la hipocresía mojigata de una sociedad que se negaba a avanzar; para los republicanos, constituía el símbolo de una institución decadente de la que había que prescindir a todo trance.