Sofonisba de la seducción a la intriga en las guerras punicas
Masinisa vendió su alma al diablo a cambio de una larga vida y un próspero reino, pero, aunque llegó a los noventa años, gozando de una excelente salud, rodeado de hijos y nietos, y siendo considerado el más afortunado y poderoso de los monarcas de su época, desde el funesto instante en que inmoló la víctima sobre el altar, sellando de este modo el pacto, no pasó una sola noche, de las muchas que desde entonces vio amanecer, que no lo desvelara la misma pesadilla. ¿Acaso no carecía de alma?
(Sofonisba, pintura de Ernest Descals)
Su fantasma tenía nombre de mujer, Sofonisba, tan bella como desdichada, y como todas las mujeres hermosas, causa de infortunios para los hombres e incitadora de discordias. Así, al menos, se lo expuso aquel otro espectro, su amigo el Africano, un caluroso mediodía sobre la ardiente meseta argelina, bajo un toldo de lona azotado por el árido viento del Sahara, cuando, calmando sus escandalosos quejidos, propagados por todo el campamento, trataba de hacerle comprender, alternando reprimendas con caricias, que no le quedaba otro remedio que desprenderse de la recién desposada y entregarla como botín de guerra.
- Sabes, querido Masinisa, que sobre todas las virtudes valoro la templanza. De poco le han servido a Sífax la sagacidad y las dotes diplomáticas de las que durante tanto tiempo ha hecho gala, si siendo ya un viejo, en el momento más inoportuno, ha acabado cediendo a la lujuria como un adolescente, perdiendo a causa de ello la corona y, en breve, la cabeza que ésta ceñía, todo por culpa de los encantos de esa otra Helena que está a punto de hacerte perder también las tuyas.
Aunque tenían aproximadamente la misma edad, no llegaban a los cuarenta, la charla asemejaba más la amonestación de un padre a su hijo. A la sombra de la tienda del general, decorada con panoplias y mapas, el rey númida, alto y vigoroso, muy moreno, con una melena rizada y una poblada barba, cabizbajo y bañado en lágrimas, permanecía sentado sobre la silla plegable de marfil mientras su interlocutor, de baja estatura y cuerpo fibroso, bien afeitado, de rasgos afilados e incipiente calvicie, clavaba desde arriba su penetrante mirada sobre él, una mirada que a muchos hacía pensar que estuviese poseído por algún dios.
- Roma me debe mucho.- se atrevió a alegar.
- Cierto, así lo haré ver en la Curia. Serás honrado como un gran aliado, recompensado con generosos dones y tus posesiones se incrementarán a costa de las de Sífax e incluso de la misma Cartago; pero no tientes a la suerte. La hija de Asdrúbal Giscón, la que condujo a tu congénere y rival a abandonar la neutralidad, no puede ser subastada como una vulgar esclava. Ella y su padre precederán a mi carruaje en el desfile triunfal. Ni siquiera yo puedo concederte tal capricho, pero piensa, además, que a la larga volvería a indisponerte en contra nuestra, y esta vez, no mostraríamos clemencia.- Posó sobre su hombro la diestra, adornada por un único y pesado anillo de hierro.- Si todo esto te parece poco, te ofrezco la inclusión en mi familia, no como un simple cliente, sino como un hermano. En adelante lo que tú ates quedará bien atado. Mi voz y la de los míos siempre te respaldarán ante el senado.
Aquella tarde, en los cuarteles sobre la pedregosa colina en las inmediaciones de la fortaleza de Cirta, con las cumbres azuladas de la cordillera del Atlas al fondo, tras la empalizada, Masinisa se sintió como un niño regañado al que costaba ceder en la rabieta. Él no se parecía a Escipión, tan sensato, tan dueño de sus actos, siempre con un gesto de preocupación en el rostro. A él lo dominaban las pasiones, pero, al contrario de lo que pudieran opinar otros, sabía que la diferencia radicaba en la dispar educación, la de un civilizado frente a la de un bárbaro, sin embargo, en su interior ardía la misma llama. A la suya la dejaba aflorar; su amigo, por el contrario, se extinguiría consumido por dentro.
Antes de conocerse, cuando ambos luchaban en la Península Ibérica pero en bandos enfrentados, éste, en un acto magnánimo, con la intención de ganarlo para su causa, tras la captura de Cartagena le devolvió sin solicitar rescate a cambio a su joven sobrino Masiva, a sabiendas, incluso, de que el entonces príncipe había tomado parte activa y fundamental en las muertes de su padre y de su tío durante la batalla de Cástulo. Escipión nunca se lo echó en cara pero, con el tiempo, a medida que fueron intimando, descubrió que aquel noble guerrero idolatrado por la tropa también ocultaba una debilidad, algo que lo delataba como humano. Al dechado de sobriedad lo corroía una desmedida ambición, y lo que anhelaba con tanta ansia, para colmo, le estaba tan vedado como para él mismo la seductora Sofonisba. En el fondo, la civilización se limitaba a cubrir la barbarie con una capa de hipocresía. Si quería llegar a convertirse en un gran rey, tendría que empezar a mostrarse civilizado.
Ninguna de las muchas ocasiones en que lo había rozado la parca, tanto en el campo de batalla, como huyendo por el desierto y las montañas de su enconado enemigo Sífax, ni siquiera cuando tuvo que arrojarse sobre un turbulento arroyo con la caballería de éste pisándole los talones, pereciendo ahogada en los remolinos la mayor parte de su escolta, había hecho madurar tanto a Masinisa como aquella conversación en el pretorio, o así lo entendía él; pero seguían existiendo ofensas que, a causa de su dignidad, nunca podría aceptar. No consentiría que la que ahora era su esposa, fuera arrancada de sus brazos y exhibida por las calles de Roma, incluso aunque después se le perdonase la vida y pasase el resto de ésta afincada en alguna pequeña ciudad italiana, disfrutando, por supuesto, de los privilegios que por su clase le correspondían. Hasta para ella habría resultado una humillación.
Al atardecer, un mensajero cabalgó hacia el palacio prendido en los rocosos cortados. Al verlo llegar a lo lejos por el polvoriento camino flanqueado de cipreses, confundida por las primeras sombras del ocaso, la pobre infeliz se apresuró a su encuentro creyéndolo su salvador, dejando atrás el deshecho tálamo donde había pasado el día agazapada y llena de inquietud, como una cría de gacela paralizada por el miedo en la cama ante la proximidad del león. Tan impaciente estaba que ni siquiera se recogió el largo y negro cabello ni se cubrió los hombros con un manto. Su tez púrpura, sin embargo, no palideció ante la sorpresa, ni le temblaron las esbeltas piernas bajo los sinuosos pliegues del camisón cuando el sirviente, arrodillado ante ella, sacó de su túnica un frasquito de vidrio y, extendiendo el brazo, se lo ofreció.
- Mi señor os envía esto.
Todo lo contrario; se mantuvo altiva. Con su mano teñida de alheña recogió el presente.
- Decidle a mi marido,- fueron sus últimas palabras- que acepto este regalo de bodas, si es el mejor que puede ofrecerme, pero, con todo, más me valdría no haberme casado el mismo día de mi muerte.
(La muerte de Sofonisba, por Anatole Devosge)
Bernardo Pascual.
Fuente documental:
Tito Livio, Ab Urbe Condita, libros XXIX y XXX.
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Gracias Bernardo por recordarnos este interesante personaje, en apariencia secundario, pero que tanta importancia tuvo en el desarrollo de la Segunda Guerra Púnica. Y directamente en "crudo" desde la fuente original, una delicia
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